15


‘Todo el mundo debería tener fecha de caducidad. Tal día sabes que se te acaba la batería, y listo’- escuché decir a un señor en lo que solía ser la línea 15 de autobús, ya en Valladolid.
Era también en la línea 15 donde me quedaba anonadada durante horas (bueno, 45 minutos que duraba el viaje) viendo los reflejos en los cristales de todos los personajes que llenaban el bus a las 7 de la mañana, camino del colegio. Me encantaba preguntarme cómo se generaban esos reflejos que hacían que yo viera sus historias, sin ser vista. Creo que, si no hubiera terminado estudiando arquitectura, óptica habría sido otra de mis múltiples opciones... ¿por qué no?
Sin embargo, lo cierto es que el mundo de la arquitectura también me ha dejado anonadada muchas veces.
Recuerdo cuando percibí por primera vez los conceptos de simetría y contraste al mismo tiempo. Fue en una plaza en Budapest, Ferenciek Tere, donde dos edificios completamente simétricos eran la antesala de la calle que desembocaba en el puente Erzsébet Híd, sobre el Danubio. Uno negro, sucio, símbolo de abandono, descuido y pobreza. El otro blanco, impecable, ostentoso, convertido en un hotel de lujo cuyo interior sólo podían ver aquellos que alguna vez dispusieran del suficiente dinero. Contraste brutal que hizo que el gris, como color neutro, perdiese para mí gran parte de su atractivo. Contraste que se reflejaba en casi toda la ciudad, y que en ese momento a mí me generaba una gran emoción y la confusión de pensar ‘ojalá nunca rehabiliten ese edificio’ al tiempo que sabía que antes o después, eso tendría que cambiar.

Años más tarde yo, encantada y enamorada de los contrastes de aquella ciudad, me desencanté por completo de la idea de contraste cuando descubrí lo que podía ser, o es, una connotación de esta palabra: la desigualdad.
Descubrí y conocí otra gran ciudad: Lima. De hecho, una ciudad mucho más grande y llena de contrastes que la anterior. Ciudad en la que la palabra ‘desigualdad’ casi se vuelve una acepción de ‘contraste’. Lima La Gris.

De cuando se ‘termina’ Volpa, y comienza Al Borde.

Sobre volando Lima y después Bogotá -hasta llegar a Europa donde he pasado 15 días para volver de nuevo a América, esta vez aterrizando en Ecuador- me entró una llorera de esas ‘tontas e inexplicables’ que, en realidad ni tonta, ni inexplicable.
Lloraba porque sabía que, al contrario de lo que me pasó con Budapest, me iba de Lima sin haberme enamorado completamente de ella. Sí de El Agucho, sí de Perú, y sí de sus gentes. Pero no de Lima. Lloraba porque no quería irme, pero tampoco quería quedarme. Sentía, y siento, una especie de amor-odio difícil de explicar…
Y mientras lloraba y trataba de no pensar en ‘la vuelta’, recordaba la conversación con un amigo sudaca que opinaba que la única solución para Lima –arquitectónica y socialmente hablando- era que sucediese un gran sismo que la destruyera completamente, e hiciera que se tuviera que reconstruir desde cero, y bien.
¿Puede la arquitectura hacer que empezando ‘de cero, y bien’, deje de haber contrastes… es decir, desigualdad? ¿Perdería así Lima su ‘encanto’? ¿O lo ganaría?
A veces creo que es como pensar que si conociésemos nuestra fecha de caducidad, algo cambiaría. O sea, una chorrada. Otras veces, sin embargo, reconozco como nunca el papel que la arquitectura tiene en la vida de las personas.
Quizás después de un sismo las casas de Valeria, de Julia, o de María, podrían tener más de una habitación. Los hombres de sus familias entenderían el concepto de intimidad y privacidad con una pared de por medio, y no serían padre, tío o hermano al mismo tiempo de cualquiera de ellas y de sus bebés recién nacidos.



Durante los 15 días que estuve en España volví a llorar.
Me hundí la primera noche cuando me enteré de que uno de mis pollitos había fallecido por culpa de una varicela. Me duele saber que eso no habría pasado en España. Perdón, quiero decir que me duele saber que eso sí pasa en Perú. Y en otros muchos lugares. Ese tipo de desigualdad, por desgracia, no se cura con arquitectura. Me pregunto qué habría pasado si mi peque, o mejor dicho sus padres, hubieran sabido la ‘fecha de caducidad’ de su niño... como decía el señor del 15. No creo que hubiera servido de nada, en realidad. Tenía sólo cuatro añitos.

Ahora me encuentro en pleno centro de Quito. Otra ciudad que nada tiene que ver con Lima, ni con Budapest. Ciudad de la que aún no he descubierto sus contrastes –que los tendrá-, pero de la que probablemente, sí termine enamorándome. Llevo unos 15 días aquí y estoy aprendiendo un montón.
Me encuentro (en) Al Borde -pero no al margen- descubriendo de nuevo la arquitectura desde la sociedad. Diciendo adiós al año Volpa, mientras empiezo otro proceso como ‘Post-Volpa’.
Sabiendo que, en algún momento, todo lo que estoy aprendiendo puede que sirva para terminar –aunque sea un poquito- con ese tipo de contraste que tanto me disgusta. Sintiendo que, aunque en estos 15 días no haya conocido a ninguna peque llamada Valeria, ni Julia, ni María, y no vaya a tener nunca más un grupo como el de mis pollitos (¿os podéis creer que tengo mono de fútbol con ellos?), estoy donde tengo que estar.

Conociéndome, si hubiera estudiado óptica, mi visión de las cosas habría sido similar… Pero creo que ahora, más que nunca, quiero aprender arquitectura.

 
Vista desde la para de autobús de lo que fue la Línea 15, en el Pinar de Antequera, Valladolid. Diciembre 2018.

Vista desde mi casa en El Agucho. Pasaje Nazca, Lima. Enero 2018.

Vista desde mi casa en Quito. Enero 2019.



Comentarios

  1. Muy buena reflexión Carmen, espero que no pierdas esa visión y que aprendas mucha arquitectura en Quito. Un abrazo, cuidate!

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