WHEN I'M SIXTY-FOUR

Este blog, en pausa desde hace un año, y comenzado hace dos, me servía para contar de alguna forma, mis experiencias 'en terreno'. Ahora el 'terreno' ha cambiado. Y aunque mi corazón sigue estando en Latinoamérica, mi cuerpo está en mi casa. Mi 'yo' lucha constantemente en diferentes espacios, llenos de sentimientos, personas, lugares, miedos, sueños... y recuerdos. Hoy comparto con vosotros un pequeño texto que escribí en el año 2015. Espero que os guste.

El Arce y la Secuoya del jardín, sin hojas todavía este año.

Cuento veintinueve ramas sobre mi cabeza. Cada una de las cuales tendrá unas diecinueve ramas sucesivas saliendo de ellas. Con sus ocho o nueve ramitas secundarias…divididas en otras seis o siete, con unas cuatro o cinco hojas cada una. Lo que me lleva a estar debajo de vaya-usted-a-saber-cuantas hojas de un verde intenso, grandes y pequeñas, que forman una gran masa sobre mis ojos, junto con las del otro extremo de la hamaca, formado por una gran Paulonia.

Veintinueve por diecinueve por nueve…forman el Arce que sujeta por el extremo más cercano a mi cabeza, la tela de rayas de colores sobre la que ahora me mezo.
Me asomo por encima de la tela y descubro a mi padre, en la segunda (primera en el tiempo) hamaca que tenemos - blanca, proveniente, creo, de Brasil - meciéndose de la misma forma que yo lo estaba haciendo, y de la que no nos quiere ver impulsarnos... por miedo a que la cuerda rompa: cuestiones de oficio, supongo. 
Me pregunto si también ahora estará pensando en ese ‘When I’m sixty-four’  de los Beatles, que últimamente no se le cae de la boca, con un deje de melancolía.

Recuerdo el día que plantamos- trasplantamos- entre los dos el Arce. Tendría el árbol mi misma altura, un poco más, diría yo. Alrededor de un metro de alto, que es aproximadamente donde se encuentra ahora el primer gran nudo del tronco.
También recuerdo las grandes hojas de la Paulonia con forma de corazón, con las que mis hermanos y yo solíamos abanicarnos. Como si fuéramos Cleopatra. Casi hasta pesaban.
Y ese aspersor de hierro, antiguo, de los que ya no existen. Solíamos subirnos a la pata coja sobre él, cuando casi nos llegaba por las rodillas, incluso antes de plantar el Arce. Y a punto estuvimos, más de una vez, de rompernos la espinilla por jugar a saltarlo. Al final, mis padres tuvieron que quitarlo.
En esa época los tres pequeños solíamos tener los brazos más largos que un niño puede imaginar. Los estirábamos hasta el cielo para que mi perra, Polka, no se comiera nuestra merienda: un bocadillo de longaniza rico rico. Algún día la esquivábamos  y nos escondíamos, o eso creíamos- en la esquina norte que daba a la calle Encina. Utilizábamos de asiento unos troncos cortados, y hablábamos a través de la valla con nuestra vecina, pensando que nos ocultábamos tras la selva. O en la cabaña de Semper. Quién sabe.

Esto solía suceder a primera o última hora de la tarde. Antes de que ella, y alguna vecina más, vinieran a saltar, como si de las hogueras de San Juan se tratase, los aspersores (ya ‘modernos’) que sustituían, junto con la manguera, a una piscina inexistente en mi jardín.
Un agujero en el campo de las cebollas –en el que alguna vez entonamos, rastrillo al hombro, aquello de ‘Ay hó, ay hó vamos a trabajar’- es el rastro de una antiquísima piscina, (antiquísima para mí, claro está), donde más de una vez algún hermano, admirado por todas, saltó dentro para recoger una pelota perdida.

La Madreselva, o Selva Virgen -como decía una de mis hermanas - era la señal de que todas estas cosas iban a empezar a suceder, cuándo daba las que llamábamos flores de miel. Porque cuándo brotaban, las abríamos un poco, y con los dedos índice y pulgar, apretando, conseguíamos que saliera una gotita de…. ¿miel? que chupábamos como si fuera nuestro último manjar. Una y otra vez.

Ahora me pregunto si dentro de veinte, o cuarenta años, when I’m sixty-four… recordaré todo aquello con la misma precisión que ahora…y estas veintinueve ramas y sus hojas sobre mi cabeza, con el movimiento de la hamaca al ritmo de los aspersores, como si fuera ayer.



Veinte de julio de 2015





Y mientras el tiempo, en silencio pasa, recuerdo también aquel día en la escuela, dónde mi lugar de paz mental era, precisamente, una hamaca que miraba al cielo verde:








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