La Empatía del Camaleón


Siempre andaba entre el cielo y la tierra. Hablaba mucho, pero aprendió a callar.
Cuando entraba en aquellos lugares abarrotados de gente, se confundía y agobiaba entre tantos colores, pero poco a poco, se acercaba a una de esas almas brillantes, y su color se adaptaba de manera tan perfecta, que parecía irreal.
Sin embargo, cuando el nuevo lugar estaba casi vacío, con sólo un alma dentro, también cambiaba de color, pero a una tonalidad más suave, haciendo que pareciera diferente.
Las almas que ya le conocían no acababan de saber cuál era su color, pero lo cierto es que tampoco se lo preguntaban. Asumían que predominaba en una gama de tonos pálidos, a veces grises, quizás crema… aunque la realidad fuera que esos tonos sólo aparecían cuando él sin querer percibía que otras almas brillaban más que la suya.
En algunas ocasiones era diferente. Había almas que, de lo brillantes y maravillosas que eran, habían hecho de su color un verde intenso esperanzador nada más mirarse. O un azul turquesa que le recordaba a verano. O un amarillo anaranjado igual que el del atardecer.
Poco a poco, su alma fue creciendo... y con ella, su gama de colores. Viajó por el mundo feliz, aprendiendo a mimetizarse entre los colores más inesperados de la paleta de Pantone. Descubrió que, cuanto más callaba, más se mimetizaba, y más colores aprendía. Nunca pretendió hacerse pasar por nadie, pero había momentos en los que, sin querer, se descubría así mismo tratando de reproducir el color de otra alma cuando esta no estaba delante.

Aprendió a admirar. Durante muchos años se había dedicado solamente a contemplar todo lo que había y sucedía a su alrededor, y aunque una década después llegó a sentir que eso había sido una pérdida de tiempo, en verdad fue lo que en esos momentos le permitió viajar entre tantas almas.
Cuando se paraba a pensar en estos viajes en los que había aprendido a callar y mimetizarse, descubría que eso era lo que muchas almas necesitaban. Otra a su lado que sirviese de espejo. Que reflejase su belleza, que identificase su color. El problema era que, sin darse cuenta, de tanto mimetizarse, estaba olvidando cuál era su color verdadero. ¿Alguna vez había tenido uno? Ya no recordaba aquella época en la que hablaba sin parar…

Un día, de forma inesperada, conoció un alma especial. Era un alma que, como la suya, también cambiaba de color, aunque sólo lo hacía de vez en cuando. Se contaban historias de todos los colores que habían aprendido, de todas las almas que habían conocido, de todos los lugares en los que habían estado, y experiencias que habían vivido. Cambiaban juntos de color con cada alma nueva que conocían, disfrutaban y buscaban, sin decírselo, la forma de tomar el color del otro.
Para él no fue difícil. Su alma ya era experta en mimetizarse, y lo logró rápido. O eso pensaba. Para aquella alma especial, en cambio, algo no funcionaba. Le comenzaba a costar adaptarse al nuevo color que no acaba de descifrar, y sin querer, pensaba en almas pasadas. Una noche, el alma especial trató de explicarle lo que sucedía. “No sé de color eres, ni de qué color quieres ser. Todos tus colores parecen mentira.”
Desde aquel momento, su alma, y aquella alma especial, se fueron distanciando sin remedio.

Era la segunda vez que le hacían sentirse mentiroso. La primera había sido antes de uno de esos viajes, cuando, un alma experta que una vez había llegado a ver un rayo ultravioleta sin hacerse daño, le hizo un análisis que dio como resultado la mentira. “No te preocupes, aunque el test salga como que eres un mentiroso, yo sé que tu alma no pretende serlo”.
Pero, aunque fuera un resultado sin importancia, a él le afectó más de lo que se imaginaba.

Pasó el tiempo, y ya se había alejado tanto de aquella alma especial, que no conseguía recordar todos los colores que había aprendido con ella.
Volvió a su hogar, dónde hablaba como un loro cuándo aún era pequeño. Y, antes de que le diera tiempo a viajar de nuevo, en busca de los colores que había olvidado de aquella alma especial, le prohibieron ver a ningún alma, más que las de su familia, por tiempo indefinido.
Nunca se imaginó en una situación similar. Se frustró tanto tratando de recordar colores, que llegó a creer que había perdido su color, y que no volvería a encontrarlo. Sólo quería salir, y regresar a esos lugares en los que había encontrado almas verdes, azules turquesa y amarillas atardecer.
Hasta que de pronto, un día de esos largos del confinamiento de almas, hizo un descubrimiento que lo enmudeció. Descubrió que las almas de su familia ¡también cambiaban de color!
Sin el saberlo, le plantaron un espejo delante. Una tras otra las almas de su familia le hablaron con colores que él nunca había visto a pesar de haber viajado tanto. Comprendió que esos colores provenían de él. Le hicieron preguntarse cuántas almas habría ahí fuera capaces de mimetizarse con nuevos colores, y cuántas otras tenían tanta seguridad que su color siempre era brillante.
Entendió, entonces, que su capacidad de adaptación había surgido de una gran empatía hacia las alamas y que, sin querer, se había ido cubriendo con una capa de una sustancia que le hacía parecer un mentiroso, y que era en realidad el miedo. Miedo por llegar a descubrir que, su color real era, en verdad, el del arcoíris.




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